El misterio del Itata
Entre aquellas viejas parras del secano, entre una viticultura que vive de la lluvia y la angustia, un puñado de viñas le hinca el diente a cepas cuicas como Cabernet sauvignon, Merlot y Pinot noir. Si en nuestro anterior viaje por el valle nos dedicamos a rezar por los aproblemados productores –enhorabuena, diría mi santa madre –, ahora afinamos nuestros sentidos para degustar un representativo grupo de marcas que intenta, con más coraje que recursos, cambiar la suerte del Itata.
En los salones de Viña Casanueva, quizás la más emperifollada bodega del valle, no sólo logramos reunir las etiquetas de la viña anfitriona, Chillán, Männle y la novel Errázuriz Domínguez, sino además a los personajes que muchas veces se esconden detrás de los vinos (en el sur profundo, a diferencia del Maipo o Colchagua, los vinos los firma el valle). No fue una cata a ciegas, es cierto, pero sí a calzón quitado. Fue un interesante ejercicio para descifrar las notas del Itata. Una tarea complicada, más que complicada, por no decir imposible.
La cata comenzó con una larga ronda de blancos, donde debutó la primera cosecha de la familia Errázuriz Domínguez. Asesorados por el profesor Alejandro Hernández, esta viña ubicada en la ribera del río cuenta con un amplio espectro de variedades, desde Riesling hasta Merlot y Syrah.
Algunos de los vinos, sin embargo, simplemente no querían mostrarse. Ariel Muñoz, sommelier y comercial de Casanueva, sacó de su bolsillo una mágica monedita de cobre que atrapó las notas de reducción. “Falta una moneda para cada uno”, dice Luis Ledesma, enólogo de Männle. “¿Te acuerdas cuando los Gato venían con un gatito de plástico colgando del cuello?”, le pregunto. “No sería mala idea que estos vinos vinieran con su propia monedita de cobre”. Risas.
Y fue el turno de un Moscatel de Viña Chillán, vinificado por el suizo Rudolf Ruesch, uno de los personajes más pintorescos y pro del Itata. “Hay reducción en la nariz”, dice Luis Ledesma. “¿Dónde está la monedita?”. La monedita rueda por la mesa y poco a poco comienza a abrirse el vino.
– Las notas terpénicas aún no se desarrollan – dice Claudio Barría, enólogo asesor de Casanueva.
– Ya no se desarrollaron – dice Muñoz sin anestesia.
– ¿Cuándo lo cortaste? – pregunta Ledesma.
– No sé. Me olvidó de todo – se ríe el suizo.
– Me debiste haber llamado. Tengo un doctorado en Moscateles.
– ¿Cuál es la diferencia entre la Moscatel y la uva Italia? – pongo el tema sobre la mesa.
– Es lo mismo – afirma Barría.
– Pero lo antiguos hablaban de uvas Moscatel e Italia. Hacían la distinción.
– Tuvieron que venir los franceses para decirnos la diferencia entre el Merlot y el Carmenère. Tenemos que esperar.
Degustamos dos cepajes atípicos del valle: Riesling y Pinot grigio de Errázuriz Domínguez. Ambos vinos se sienten demasiado niños y cálidos en boca, traicionando, en cierta forma, el espíritu y la genética de estas variedades. Sin duda el problema es el punto de cosecha (por ejemplo, el Syrah se cortó antes que el Sauvignon blanc). Como el proyecto es nuevo, todavía no se le toma la mano a los viñedos. Tendremos que esperar un par de años para sentir su real potencial. Pero el Chardonnay y la Syrah, ambos cosechados en su momento (e incluso un poco antes), insinúan ya un interesante futuro para cepajes de ciclo corto.
Luego fue el turno de un Sauvignon blanc de Chillán. A diferencia de los exponentes de Casanueva, que muestran un muy buen equilibrio entre sus componentes aromáticos y acidez en boca, los vinos de Ruesch son como una caja de sorpresas. Y me gustan. Son atípicos, originales, incluso algo bizarros. Este Sauvignon, por ejemplo, es un espécimen dulce y pegajoso. En nariz se sienten flores y mucho caramelo, mientras que en boca es confitado y corto. Encantador.
– Está evolucionado. Huela a papaya confitada – sentencia Barría.
– Se embotelló con poco sulfuroso. Quedó a poto pelado – explica Ledesma.
– ¿Cómo puede haber un Sauvignon blanc con estas notas? – le pregunto al suizo.
– El lugar, nomás.
– Lo he probado con unos años más en botella y evoluciona muy bien. Es un vino interesante – agrega Ledesma.
Hicimos una transición con dos Rosé muy diferentes: un verdadero almíbar de Zinfandel de Viña Chillán y un tenue y fresco Cabernet sauvignon de Männle. Estos dos vinos, de alguna manera, representan las diferentes caras del Itata y un espíritu todavía muy artesanal de producir vinos, donde la falta de recursos tecnológicos obliga a estrechar aún más los vínculos con la tierra.
– Esta es la nota del Itata: acidez. No hay que tenerle miedo al ácido. Hay que meterle nomás – exclama Barría.
– Me gusta este Cabernet. Es un Rosé muy fino.
– Ésa es la solución para los Cabernet del Itata: hacerlos todos Rosé – agrega Barría con insolencia.
– Estás loco. Son miles de hectáreas plantadas con Cabernet. Ahora vas a probar uno bueno – se enoja Ledesma. Y su Cabernet sauvignon, apoyado con un 20% de Carignan, sabe complejo, sabroso y convincente. Claudio Barría, sin embargo, sostiene que las cepas que mejor se desarrollan en Itata son el Sauvignon blanc y Pinot noir.
– Es la papa el Pinot noir – afirma el asesor de Casanueva – . ¿Y sabes cuál es el denominador común entre estos vinos?
– Flores, murta – digo con cierta timidez.
– Eso… ¡la nota sureña está ahí!
También se siente un cierto carácter mineral que atraviesa los distintos cepajes (un fenómeno climático, según Ledesma), pero ciertamente no se puede hablar todavía de un carácter único entre los vinos del Itata. Las diferencias son decidoras entre los más frescos vinos de Casanueva en Bulnes y los más cálidos de Männle camino a Portezuelo. Entre los suelos más profundos de Casanueva y los más graníticos de Viñedos del Larqui. Entre las altas temperaturas de los alrededores de Chillán y las húmedas y amenazantes nubes del secano costero. Al contrario de la gloriosa historia de sus Moscateles, las cepas nobles aún no terminan de asentarse y mostrar todos sus atributos en el valle. Para mí el Itata continúa siendo un misterio. Y eso, precisamente, es lo que me seduce y atrapa.
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