Objetividad: Una maravillosa paradoja
Se tomaron el concurso. Ahora tiene otro nombre. Más largo, más rimbombante, más ambicioso. Vinalies Catad’Or América Latina 2009 no sólo juega con las reglas de la asociación de enólogos franceses, sino son ellos los que presiden la mayoría de las comisiones (después nos tocará ser presidentes en las competencias francesas???). El catador ya no es un ser solitario y ensimismado que sólo responde ante su conciencia. Ahora forma parte de una mesa redonda donde se discuten los vinos y las medallas. Antes de sentarme me advierten que en mi comisión no se practica la democracia. Es gobernada por la entrañable enóloga española Isabel Mijares.
Sí, se trata de una monarquía.
Comenzamos con una línea de Sauvignon Blanc y la cháchara: Sudor de caballo, pasto, hojas de tomate… Lima, maracuyá, flores blancas… 86 puntos… Es un poco vegetal… Pero tiene una rica acidez… Es muy profundo en boca… Una buena plata… No, no merece nada… Sí que merece… ¡Plata, pues!… Y se acabó.
Después llega una tortuosa línea de vinos dulces. Digo tortuosa porque cuesta encontrar buenos “cosecha tardía” por estos lados. La mayoría de ellos son muy desequilibrados, francamente empalagosos. Les falta nervio, esa acidez que se encuentra en los grandes exponentes mundiales, como los Tokaji o Sauternes. Incluso degustamos un grupo con un imposible olor a matarratas.
“Es raro un vino chileno con 60 y pico gramos de azúcar por litro. O son secos o tienen más de 200. Éste debe haberlo hecho un enólogo español”, le comento a mi presidenta, quien, coño, me pega una mirada de ésas…
Pasamos del infierno al cielo con una larga sesión de tintos. Hallamos madurez, concentración y suavidad. Me quedo detenido con un vino fresco y elegante que tiene mucho de Syrah. Y el vino me lleva a otro lado. Lejos, muy lejos. A Rapa Nui.
Es de noche y estamos solos en la playa Anakena. Es el cumpleaños de Antonella. Para celebrarlo decidimos hacer una fogata, comer algo y brindar como corresponde: con un buen vino. Sacamos de la mochila unas latas de porotos a la española (sí, a la española) y las equilibramos sobre los leños. Está bien, el menú no era muy glamoroso, pero podría haber sido peor. Un tarro de chancho chino, por ejemplo. Estar comiendo porotos enlatados en una playa solitaria de aguas turquesa, y en una noche profunda y estrellada, hasta nos pareció gracioso. Una romántica ironía.
Pero que quede establecido en el acta: con el vino no fui avaro. Descorché un lujurioso Syrah de San Antonio que servimos en mis mejores copas de cristal. El vino estaba algo caliente, pero qué importaba. A esas alturas todos estábamos igual. Cuando nos aprestábamos a brindar por nosotros (y por la paz del mundo y todas esas cosas), el fuerte galope de un caballo rompió la quietud de la noche. A unos cuantos metros de nosotros, un rapa nui con el torso desnudo cabalgaba a pelo por la playa. “¡Es un yorgo!”, exclamó Antonella asustada.
Según nos contó Ovahe, una princesa rapa nui, los yorgos son jóvenes ortodoxos que se niegan a vivir en el pueblo. Privilegian su libertad. Prefieren habitar en cavernas. Vivir como lo hacían sus ancestros, sin mezclarse y transar con los continentales por un puñado de dólares. Nos dijo que hace algunos años un yorgo subió a las ancas de su caballo a una turista de un crucero. Se fue cabalgando y la violó entre unos matorrales. A los pocos días la encontraron, pero para sorpresa de sus padres no se quería marchar, pues se había enamorado locamente de su captor.
“No te creo”, le dijo Antonella.
Sin darme cuenta, el yorgo estaba hablando con mi mujer. Le preguntaba que hacía en la playa en medio de la noche. Le hablaba como si yo no existiera. Me acerqué y le pregunté por su caballo. Por lo rápido que corría. Me dijo que lo había castrado hace poco para que se hiciera más fuerte. Nervioso, temblando como una palmera, le dije con voz firme que yo también había hecho lo mismo. El yorgo (y mi mujer) me quedaron mirando desconcertados. Les juro que no pensé lo que dije, pero fue tan bizarro que el yorgo decidió marcharse.
Suspiramos aliviados y bebimos nuestro Syrah con fruición. El vino resbaló por nuestras gargantas con inusitada sensualidad. “Es un gran Syrah”, dije para mis adentros, remedando una malograda publicidad de un vino en caja. Ya casi volvía a recuperar mi aplomo y romanticismo, cuando sentimos un tremendo estruendo. Las latas de porotos explotaron y quedamos totalmente bañados en su caldo hirviente.
“Feliz cumpleaños”, le susurré al oído a mi mujer, quitándole con los dientes un hollejo de poroto viejo.
Riéndonos, como si fuéramos los protagonistas de “Palomita blanca”, corrimos agarrados de las manos y nos lanzamos al mar. Nos bañamos solos en las tibias aguas de la playa Anakena, sin más testigos que unos silentes y voyeristas moais. Una a una nos fuimos quitando nuestras ropas hasta quedar completamente desnudos. Ella se veía maravillosa. La luz de la luna se reflejaba en sus grandes ojos negros. Recuerdo que la tomé entre mis brazos y…
“¿Hasta cuándo esperamos tu puntaje, majo?”, escucho la voz de la Mijares.
“¡100 puntos!”, digo con voz firme, sin dar pie para discusión alguna.
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