Vinos hot

by | 15 Aug, 2009

Ya mucho se ha hablado sobre el alto nivel de alcohol de los vinos chilenos. El aumento de las temperaturas durante el período estival, y la decisión de los viticultores de esperar hasta el último minuto para cosechar sus uvas, complaciendo el paladar de algunos garúes de la crítica, quienes prefieren vinos corpulentos, sedosos y redondos, se ha convertido en un tema recurrente entre los periodistas especializados y en vías de…, tan recurrente que a muchos nos tiene un poco tostados.

Los viticultores antiguos, quienes comienzan a perder sus hojas, pero ganan en sabiduría, llaman a esta clase de especímenes vinos calientes. Esos grados de más que afectan el balance de los vinos es, al menos era, un defecto y no un atributo. 

Algunos ociosos investigadores de la Universidad de Florencia, sin embargo, han planteado el tema desde otro punto de vista. No hablan de vinos calientes, sino afirman que una o dos copas de tinto diarias aumentan la libido en las mujeres. Así lo relevan en un estudio que realizaron con 798 italianas entre 18 y 50 años, donde pudieron establecer, aunque no fehacientemente, que los tintos incrementan el flujo sanguíneo en aquellas “partes especiales del cuerpo”.

Este gran hallazgo no sólo puede ser un aliciente para incentivar el alicaído consumo de vino en Chile y Argentina, por nombrar algunos países productores, sino que confirmaría la relación entre el vino y las artes amatorias. Esta relación, que establecieron Dionisio y otros voluptuosos e insaciables dioses de nuestro firmamento, lamentablemente ha sido minimizada por el narcisismo de una ciencia que avanza sin transar, reemplazando los celestiales e insospechados efectos del vino por unas pastillitas azulinas que prometen levantar algo más que los espíritus.

Pese a la supuesta efectividad de las soluciones tecnológicas, que algunos consideran incluso milagrosas, me parece un despropósito comparar el placer de beber una copa y sentir el vino recorriendo nuestro cuerpo con sus maneras gráciles y tibias, despertando lentamente, sin apuro alguno los más olvidados sentidos; y, por otro lado, chantarse una píldora algunas horas antes del momento de los quiubos, sin respetar, ni menos enaltecer, los tiempos de la naturaleza y el amor… 

Recuerdo algunas botellas que me han marcado con fuego, cuyos corchos guardo hasta estos días como un tesoro de un pasado que, como afirma Machado, no volveremos, literalmente no volveremos a pisar. Se me viene a la mente, por ejemplo, ese suspiro de gozo y placer que se produce al descorchar una botella. Aquel sonido cristalino, húmedo, lleno de risas, que escuchamos al verter el líquido en una copa cóncava e infinita. Ese golpeteo musical, frágil y cómplice que dejamos escapar cuando chocan las copas. Y eso labios púrpuras y secos que amanecen pegados a través de un sagrado pacto bajo las sábanas.

No sé si existen vinos sensuales, como los describen ciertos afiebrados catadores, pero sí algunos que dejan imborrables recuerdos.

La naturaleza es sabia y ni siquiera los investigadores de la Universidad de Florencia podrán develar todos sus secretos. Las parras jóvenes producen vinos impetuosos y desinhibidos. Atacan con sus vívidos colores y en ocasiones con una fuerza desmedida, sin la templanza y suavidad que sólo dan los años. Las parras antiguas, como nuestros Carignan o Malbec trasandinos, tienen raíces profundas que saben absorber lo justo y necesario para vivir y entregar sus mejores frutos. Sus vinos son más concentrados, pero naturalmente, sin esos violentos estreses hídricos que algunos viticultores someten a sus viñas. Son más balanceados entre dulzor y acidez, más complejos y gentiles.

Las antiguas, esas leñosas parras que se plantan con sus pies francos y desafían con dignidad los años secos, producen menos uvas, aunque de mejor calidad. Con el paso del tiempo sus vinos son menos libidinosos y calientes, pero poseen el equilibrio que muchos apreciamos y distinguimos.

Estoy convencido: el placer aumenta con los años.

 

 

 

 

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