Yo tomo

Tomad, ¡ésta es mi sangre!
Estoy curado de espanto. Nuevamente nuestras autoridades arremeten contra el vino y los demás brebajes que superan los 5,5° de alcohol. La Comisión de Agricultura de la Cámara Alta aprobó, sin modificaciones, el proyecto de ley de un parlamentario que exige aumentar los impuestos de estas bebidas y advertir con GRANDES LETRAS, y sin distingo alguno, a incautos consumidores, santos bebedores y borrachos consuetudinarios: el consumo excesivo de alcohol, puede causar daños en su salud.
Esta iniciativa del honorable candidato presidencial Alejandro Navarro Brain (cerebro, según el traductor de Google), es un anhelo perseguido durante mucho tiempo por nuestra cierta parte del parlamento. No contentos con el penoso consumo de vino en Chile, que se mantiene atrapado en los 15 litros por persona al año (un sorbito para un país productor como el nuestro), nuevamente contraatacan con sus hálitos de Coca-Cola, olvidando que nuestro continente se forjó con sangre y vino.
Las razones que esgrime el parlamentario son muchas y de toda índole, incluso económicas. Según su proyecto, “el uso inmoderado de alcohol genera pérdidas y costos que sólo en el último tiempo han podido ser medidas y que hacienden (SIC) en nuestro caso a casi de US$ 3.000 millones en un año, además de producir carcinoma de esófago, extrasístoles ventriculares, holiday herat síndrome, anorexia, femenización o masculinización e impotencia.
La verdad es que estas tres últimas patologías realmente me asustan porque son las únicas que entiendo. Si sigo bebiendo a este ritmo, sin utilizar escupidero alguno durante mis catas, podría terminar como un transexual anoréxico e impotente (que no lo sepa mi señora… aún).
Y las cifras son alarmantes: un Estudio Nacional de Consumo de Drogas en Chile elaborado por el CONACE estableció que 133.292 personas consumen alcohol todos los días; 1.105.483, los fines de semana; y 2.679.229, ocasionalmente durante el mes. Es decir, definitivamente se ha perdido la sana costumbre de beber una copa de vino diariamente con las comidas, reemplazándola por bebidas de fantasía o algún otro ignominioso brebaje.
Es cosa de visitar los restaurantes de los barrios de negocios como Sanhattan, donde pululan supuestamente los personajes con más carrete o mundo. De 10 mesas, ninguna bebe vino. De 20, visualizo sólo una. Incluso me encuentro con un gerente de marketing de una importante bodega nacional acompañando un salmón a la plancha con una… No, no voy a repetir la marca de la gaseosa.
Ni siquiera los casinos de las viñas ofrecen vino a sus trabajadores, como si se fueran a embriagar por una o dos copitas durante el almuerzo. No olvidemos que saber beber es saber vivir (y viceversa). Y como dijo Edmund D’Amicis, el vino le pone al obrero la fuerza en el brazo y el canto en los labios.
Los pocos que pedimos vino a la luz del día somos mirados como desadaptados sociales. Ni pensar en pedir una segunda copa porque de ahí derechamente cambiamos de categoría: pasamos de bichos raros a alcohólicos empedernidos. Incluso el garzón, cuyo trabajo es vender, nos termina mirando con cara de reproche, como diciendo “este degenerado andará mostrando sus presas en la vía pública o llegará a pegarle a su mujer porque no le dejó el pijama bajo la almohada”.
Este ataque de mojigatería, o de querer atacar un problema con una medida absurda (es como prohibir los automóviles porque chocan), no es nada nuevo. Revisando mis polvorientos archivos tropecé con un artículo escrito Tomás Cox en la publicación Uvas y Vinos de Chile de 1947, donde se queja amargamente de las medidas restrictivas para combatir el alcoholismo, levantando argumentos que ni siquiera el propio Navarro hubiera imaginado.
El columnista hace un distingo entre alcoholismo y ebriedad. El primero “es un estado habitual del bebedor intemperante que ha educado a su sistema con el aumento progresivo de la dosis diaria de alcohol, hasta conseguir un entrenamiento suficiente para que su vicio no afecte la normalidad de sus funciones fisiológicas e intelectuales”; el segundo caso se refiere “al estado pasajero en que se encuentra el bebedor que ingiere en un momento dado una cantidad de licor que no alcanza a eliminar en forma normal, que estimula su irritabilidad, anula su conciencia, y perturba su criterio, afectando sus centros de equilibrio (por lo tanto, la ebriedad y no el alcoholismo podría darme vuelta el paraguas).
El consumo habitual de alcohol, de acuerdo al mismo artículo, no es la fuente de nuestros males y pone como ejemplo que “todos los ejércitos que participaron de las guerras mundiales tuvieron en campaña su ración de vino, de cerveza o alcohol, como mantenedor de energía… y nunca se puso una mayor masa humana a una prueba más total y más prolongada de sus facultades físicas, de su empuje y resistencia”.
Cox afirma que los verdaderos males no están en el consumo de alcohol, sino en la sífilis y en las degeneraciones que trae a la procreación. Y el problema no se ataca con restricciones, sino con educación. Pero “nuestros maestros no han podido lograr despertar en el chileno ni una sola de las virtudes necesarias al hombre para dominar sus instintos viciosos. En otras palabras, el verdadero problema no es empinar el codo, sino otra cosa muy distinta…
Todas estas iniciativas parlamentarias, la mayoría de ellas copypasteadas de Wikipedia, no hacen otra cosa que dejar en evidencia la ignorancia que manda, prohíbe y permite en países como los nuestros. No vamos a enumerar aquí los numerosos y conocidos beneficios para la salud que brinda el consumo moderado de vino (voy a cumplir 38 años, pero me veo de 35), sino más bien recalcar que la solución no es coartar las libertades, sino educarse y educar.
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